Por José Sarria
Al hilván que traza la luna
María Jesús Fuentes
Poesía Hiperión (2023)
Ramón Pérez de Ayala, escribió que el amor era uno de los temas eternos de la poesía, junto a Dios y la muerte. El fecundo caudal de la tradición clásica de la literatura española ha venido a traernos magníficos poemas y extraordinarios libros, inspirados en el profundo, a la vez que convulsivo, sentimiento del amor. Parecía, al menos en España, que después de la Generación del 27, todo o casi todo lo relativo a los afectos y pasiones ya estaba dicho. Poemarios como Un río, un amor o Donde habite el olvido, de Luis Cernuda, La destrucción o el amor, de Aleixandre (que encierra algunos de los poemas amorosos más intensos que se han escrito en nuestra lengua) o los definitivos La voz a ti debida y Razón de amor, de Pedro Salinas (con los que obtiene su consagración, y la condición de “poeta del amor”) suponen, cuando menos, la toma de ciertas precauciones por parte de los nuevos creadores a la hora de escribir sobre asuntos del corazón. Las comparaciones, por lo evidente, pueden resultar demoledoras.
Pero, Al hilván que traza la luna, de María Jesús Fuentes supone la sorpresa, pues desde la sabiduría que otorgan los años y bajo una mirada madura y serena, nos presenta una obra que se aleja de los clichés y lugares comunes que a menudo inundan las entregas edulcoradas de las últimas generaciones de poetas.
Frente a ellos, María Jesús Fuentes, ha sabido crear un intenso y extraordinario poemario que nos sumerge, cálida y apaciblemente, en una de las más sublimes capacidades del ser humano, como es la del amor.
Pero además, junto a esa miscelánea de poemas afectivos, acompañan a estos una amplia panoplia de propuestas que tiene mucho que ver con su posicionamiento memorístico, existencialista y vocacional ante la vida y sus acontecimientos, desde ese “universo” que contiene este libro y al que alude el poeta Miguel Losada en el prólogo.
Escrito bajo un original sistema de poemas-duplas, donde los amantes o compañeros de vida expresan su perspectiva del instante relacional o amatorio, asistimos a una especie de espejo bifronte que refleja las dualidades y complejidades del amor desde sus distintas posiciones: la masculina y la femenina.
Cada poema es un díptico, una doble visión que ofrece un diálogo entre el hombre y la mujer, otras veces entre pares, explorando sus sentimientos, deseos, miedos y esperanzas: Ulises y Penélope, Tarzán y Jane, Dulcinea y Don Quijote, Óscar Wilde y Alfred (Douglas), Margarita (Gautier) y Armand Duval, Elizabetha y Drácula o, sencillamente, ella y él.
Con versos tan acertados e insondables (“Desde entonces fuiste tú de mí como yo de ti” o “si crees que voy a buscarte,/ saltando, reptando, cabalgando,/ estás en lo cierto”) como disruptivos, en esa imaginaria conversación entre Tarzán y Jane: “No sé leer …/… No me importó si sabías leer,/ porque, poderoso en el río,/ comprobé que sabías amar”, el texto se adentra en territorios y terrazas mucho más profundas, insondables y universales: la admiración, la sensualidad o el erotismo, la reivindicación de la igualdad o el necesario diálogo, que llegan a conformar un espacio propicio para todo cuanto el amor y la pasión puedan dar a los amantes: ternura, emoción, celos, armonía, ayuda, caos, belleza, confianza, atracción, desorden interior: “Porque no puedo …/… Porque sé que puedes”.
Al hilván que traza la luna es un bellísimo conjunto de poemas de amor, no concebido desde la vehemencia de la pasión juvenil, sino meditado y asumido como final de un camino conjunto, donde el candor de los años maduros entabla conversación con el recuerdo de las vivencias, de las lecturas, con la reminiscencia del erotismo de las relaciones iniciáticas o con la nostalgia del deseo incontrolado de los años primeros, para hacer de esa memoria, de esa añoranza, icono sagrado de las relaciones afectivas que se eleva como hialino bastión o gallardete, gracias al milagro de la evocación de lo vivido que perdura como un sello en el corazón.