Por Juan Andivia Gómez
La primera persona (Alonso Quijano autor del Quijote),
Miguel Ávila Cabezas: La primera persona
Editorial Nazarí
A la bibliografía sobre la autoría de El Quijote, se suma ahora el escritor granadino Miguel Ávila Cabezas, autor de casi cincuenta libros de poesía, narrativa, crítica literaria, teatro y una extensa producción de diversos géneros, para ofrecernos su novela o metanovela La primera persona (Alonso Quijano, autor del Quijote).
El planteamiento es directo: El revivido protagonista cuenta ahora una parte importante de lo que fueron sus “verdaderas aventuras y desventuras de las que di cumplida noticia en aquellos ajados papeles que me arrebatara la implacable mano de la imprevisión, la mezquindad y el olvido”. Existe por tanto un libro por escribir y “el otro”, el que firmó un tal Cervantes.
La duda, aunque resuelta, surge del prólogo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en el queel mismo Cervantes confiesa que la cárcel de Sevilla, donde se dice que lo escribió, no es el sitio más adecuado para una empresa de tal envergadura y, más adelante, dice: «aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote», tras la conversación con un supuesto interlocutor, del que acepta sus consejos literarios.
Asimismo, en el final del capítulo octavo de la primera parte puede leerse: “en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas”. Y continúa anunciando que, si “el cielo le es favorable”, seguirá contando aventuras más adelante. La aparición de Alonso Fernández de Avellaneda no pasa de ser una anécdota de rencillas particulares que propició la verdadera segunda parte.
Hay quien opina, además, que sería un milagro que alguien con escasos recursos bibliográficos y en situaciones precarias muchas veces, consiguiera escribir la mejor novela de todos los tiempos y en un lenguaje limpio, con enormes conocimientos, humor y sátira de la sociedad de entonces.
Pero no es este el objeto de esta recensión, sino el de dar fe de una obra, auspiciada sin duda por estas premisas y por la enorme curiosidad intelectual de su autor que, llena de originalidad, soltura, datos y, sobre todo, con un lenguaje propio de los siglos de oro, hace cabalgar a quien penetra en ella a lomos de Tiranio, que no Rocinante y a enajenarse con las diatribas del autor-protagonista y de su confidente Sancho. Aparecen también las cabalgaduras de este y de Tirante Negro, en vez de ese tal Quijada, Quesada, Quijana o Quijano que aparece en el “otro” libro.
Los personajes que conocemos, transmutados en Tiranio, Pipilino, en vez de Rucio; Antón Martín por Sancho Panza, mantienen una conversación coral y profunda sobre diversos temas como la hacienda, la ascendencia, los libros, las ventas o castillos, los sueños, los amores, las dulcineas o las carmesinas, de manera que el lector es invitado a participar y a inmiscuirse en las controversias filosóficas y sobre los asuntos de caballería, entre los que destacan las referencias a Tirante el Blanco y, por otra parte, a La Galatea, convertidos en libros de cabecera, de Alonso Quijano, real o imaginario.
Aparecen menciones metalingüísticas y narratológicas y, como si de una fábula continua se tratara, los animales, no solo los equinos, sino el perro, los gatos, el cerdo y el águila disponen de un lugar importante que, junto con otros elementos no animados como la ventana, la puerta, el muro, los olivos o el pozo, nos recuerdan a Lewis Carroll, Borges, Poe y Kafka, entre otros. Porque otra de las técnicas que hay que resaltar es la intertextualidad buscada, el juego de los refranes, el humor y el pensamiento.
Como he escrito en otra ocasión, si las preguntas que surgen al leer la obra de Ávila son que si se trata de una visión original del libro de Cervantes o del propio Cervantes, del que se hace un breve apunte biográfico; de su autoría, de una lectura diferente, de una concatenación de reflexiones sobre los personajes, de una reescritura, de una apuesta por la ficción, por la cultura libresca, por el lenguaje, por una teoría existencial; que si se trata de pararse a dudar de todo, a vernos como entes reflejados en un juego de espejos, como “títeres de un dios cansado y aburrido”, si se trata de pensar, de divertirse, de alimentar nuestra curiosidad o, verdaderamente, de metaliteratura; si las preguntas son estas, la respuesta única es sí a todas.
Una de las frases del propio Cervantes en el libro es “yo di la luz a don Quijote y don Quijote me iluminó a mí”, por lo que Miguel Ávila o Alonso Quijano intentan explicar las diferencias entre las dos versiones, aunque más que aclararlas establezcan conexiones que solo pueden entenderse desde la hipótesis de que en la vida, al fin, la historia, la verdad, la apariencia o la pura ficción, todos somos personajes de un gran libro real o no, quizá el mismo libro inspirado en manuscritos encontrados al azar, o en versiones rescatadas por Cide Hamete Benengeli, o frente a un espejo, depositario de nuestra identidad.
Miguel Ávila Cabezas propone este viaje a las hazañas, a las dudas, a la verdad y a la ficción, a los problemas existenciales de antes y de ahora, a los ideales, a la inteligencia de todo ser vivo, al ingenio, a la relectura y al disfrute. Todo ello con una acertadísima mimetización del lenguaje, un derroche de conocimientos y la provocación a un lector que toma partido dentro de la obra desde el primer momento.
Frente a lo frívolo y efímero aparece este libro para reafirmar al “otro”, El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, en su privilegio de inmortalidad.