Por Aziz TaziProfesor
Universidad Fez (Marruecos
Decía Dámaso Alonso que los diccionarios son la necrópolis de las palabras. Resulta evidente que cualquier enunciado, en cualquier lengua, es una combinación de palabras que, elegidas entre varias, por conllevar una intransferible carga histórica, significativa y sugestiva, y dispuestas de una manera determinada, producen un efecto de comunicación que de ninguna manera tienen por sí solas en su soledad lexicográfica. Por lo demás, la interacción pragmática y el saber compartido entre los hablantes de un mismo idioma son el vector necesario por el tiene que transitar todo acto de habla semánticamente cabal. De este modo, lo que se transmite en un intercambio lingüístico no son meros vocablos sino un conglomerado complejo de informaciones, emociones y maneras de aprehender el mundo y las cosas. Si ello es así en el seno de la misma lengua, intentar trasladar un enunciado, un texto, de una lengua a otra lengua es una operación muy arriesgada pero en ningún caso imposible, a pesar del muy manido traduttore traditore, que habría que tomar como una boutade tributaria de las pasiones especulativas del contexto histórico en que se acuñó dicho adagio. A pesar de todo, la traducción se practica todos los días, y desde muy antiguo, de manera útil y con éxito razonable. Por muy tópico que suene, no se puede obviar, en este sentido, la ingente labor llevada a cabo por la Escuela de Traductores de Toledo desde el siglo XII y su gran contribución en la transmisión de conocimientos y saberes filosóficos y científicos, en la que se vieron implicadas las lenguas griega, árabe, hebrea, latina y castellana.
En la actualidad, la necesidad y utilidad de las traducciones de y a las diferentes lenguas se hace aún más acuciante, si cabe, por el flujo incesante de información, los continuos progresos tecnológicos, las cada vez más intensas y globalizadas relaciones económicas y comerciales o la producción literaria en todos sus géneros.
La tarea del traductor es, pues, imprescindible e irreemplazable y no puede, de ninguna manera, ser suplantada por la traducción automática o computacional. El proceso translaticio precisa de personas cultivadas, versadas en distintas lenguas, conocedoras de los más sutiles matices de las palabras y las expresiones idiomáticas, y sobre todo empáticas, capaces de identificarse en un acto volitivo y resiliente con todos los componentes de las lenguas objeto de su quehacer, porque en la actividad traductora lo que se traduce, en suma, no es una lengua sino una comunicación, que es siempre una simbiosis entre lo lingüístico y lo cultural.
Siendo la misma la motivación que inspira al traductor y única la meta que persigue, que no es otra que comunicar un contenido expresado en una lengua original mediante otra lengua de llegada distinta, se pueden hacer, no obstante, algunas matizaciones en cuanto a la dificultad que puede encerrar la operación translaticia para el traductor según se trate de un tipo de discurso u otro. Si bien es cierto que poseer una competencia lingüística a prueba de todo tipo de escollos en las dos o más idiomas objeto del trasvase comunicacional es un requisito inaplazable para el traductor, también es oportuno remarcar que un texto de carácter técnico, científico, jurídico o comercial, por ejemplo, no requiere el mismo esfuerzo creativo por parte del traductor que un texto literario, y sobre todo poético. En este último caso, el traductor, además de la competencia comprensiva de lector avezado, tiene que disponer de una capacidad expresiva que le permita transponer en la lengua meta el mundo imaginario, las insinuaciones sugestivas y las troquelaciones metafóricas que en la lengua de partida no son meras añadiduras sino que constituyen un componente consustancial de la gestación creadora.
Sea como fuere, la figura del traductor (entiéndase del buen traductor) sigue siendo central en la interacción y el intercambio material y cultural entre personas que hablan o escriben en diferentes idiomas que representan a latitudes y pueblos a pesar de todo alcanzables y visitables.