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LA ECOPOESÍA DE AURORA GÁMEZ

El libro es un deslumbramiento, un canto al milagro que nos rodea, un viaje por paisajes mediterráneos o sierras insólitas y excepcionales como las Alpujarras o las sierras de Málaga o de las Nieves, donde habita la manzanilla junto al espliego, la amapola roja o los blancos arrayanes.

Por José Sarria

Ondinas por la cinta de Möebius

Valparaiso (Granada, 2023)

Tal y como dice Shelley en su tratado Defensa de la poesía: “Ser poeta es percibir la verdad y la belleza”. Frente a la agresión, la voz del poeta para extraer de la maldad, del dolor o de la destrucción lo bello que habita en el hombre y en lo creado, el soplo de los dioses que aún perdura en el ánima de los seres o en la energía molecular que palpita en la natura. Es el caso de este bello poemario que nos entrega la poeta malagueña, Aurora Gámez.

Desde los poemas que inauguran el libro, y que se abren a modo de frontispicio, se vislumbra una decidida vocación lírica, enmarcada en la senda creacional de la ecopoesía, marcada por un hondo acento ecológico y exaltación de la defensa del medioambiente como respuesta al atentado constante al que se somete a nuestro planeta, en la línea iniciada por el poeta chileno Nicanor Parra. “Pertenecemos/ a un planeta fugaz./ Lo destruimos”, escribirá Aurora Gámez.  

El libro es un deslumbramiento, un canto al milagro que nos rodea, un viaje por paisajes mediterráneos o sierras  insólitas y excepcionales como las Alpujarras o las sierras de Málaga o de las Nieves, donde habita la manzanilla junto al espliego, la amapola roja o los blancos arrayanes. Pero, también, es exaltación de la vida, del tiempo vivido y de la necesidad de retornar a los lugares antiguos de la infancia, para atrapar el instante infinito que habita en ellos, detenerlo y recuperar la llama que pervive en el corazón de sus ascuas: “Sobrevivimos/ al filo de los sueños/ constituidos”, versos de la autora que dialogan con aquellos otros de William Shakespeare, en boca de Próspero en el Epílogo de La Tempestad: “Estamos hechos de la misma materia que los sueños y nuestra breve vida cierra su círculo con otro sueño”.

Ver, pero con otra mirada, observar la naturaleza, su fronda, el universo y sus estancias desde esa terraza en la que la infancia se contempla como un dorado verano y, desde ahí, interpretar el mundo venidero con sus expectativas, fracasos y contradicciones, a través del tamiz de los ojos de una mujer que con una voz ajena al calco, a la huella, indaga con madurez y solvencia a la vez que pone en cuestión el discurso dominante, basado en la explotación indiscriminada de los medios naturales. Acompaña al mensaje poético troncal una abisal reflexión acerca de la existencia y el paso del tiempo, sobre el misterio que se oculta en la materia (“somos cenizas/ y los mismos de siempre”), una intensa indagación acerca de nuestra fugacidad y la sorpresa de nuestra insignificancia ante la magnificencia de las leyes que marcan el cosmos.

Según Paul Auster: “El cometido de la poesía es contemplar el mundo con otros ojos, volver a examinar y descubrir las cosas frente a las que todo el mundo pasa de largo sin darse cuenta”. Y es esto, precisamente, lo que hace la poeta, pues desde esa exaltación del entorno (“el paisaje persiste en su belleza”), ofrece una “comunión arquetípica de la humanidad con la naturaleza”, en palabras de Jean Perrot.. Un canto emocionado por lo natural, un acto de rebeldía valiente y audaz contra el statu quo con un lenguaje claro y preciso, para elevar una bandera fértil, exuberante, desde la que rescatar, de entre los escombros, los paraísos perdidos donde habitan y se vislumbran atardeceres áureos repletos de hermosura y esperanza.

La misma esperanza que, a pesar de las incertidumbres, expresaba René Passet, profesor emérito de La Sorbonne, uno de los pocos economistas que alertó sobre las devastaciones que traería el capitalismo, en materia medioambiental y de biosfera: ”A menudo la Historia es así: muchas veces ocurre lo improbable. Mire, cuando en 1967 llegué a vivir al extrarradio de París, había cientos de especies de pájaros distintas. Poco a poco, fueron desapareciendo. Pero ayer mismo, mi amigo el petirrojo volvió a mi jardín”.

El petirrojo de Passet simboliza la esperanza, la certidumbre, el ensueño y la belleza. Esa belleza de la que hablaba Oscar Wilde: “El hombre no ve las cosas hasta que ve su belleza”; la misma belleza que ha descubierto Aurora Gámez en estas Ondinas por la cinta de Möebius y de la que ha comenzado a hablarnos: “Qué vivo estás en mí emoción primera/ qué eternos y qué bellos en mi alma”.