Por José Sarria
Juvenal Soto
“La oscuridad”
Fundación García Agüera, Málaga, 2020
Fue el escritor Henning Mankell, quien dijo: “Venimos de la oscuridad y vamos hacia la oscuridad. Eso es la vida”. Juvenal Soto ha construido, sobre esta reflexión, una poesía intensamente connotativa y profundamente humana.
Pero, el poeta, también es nigromante, augur y profeta; por ello, no se detiene en lo de tenebroso o sombrío que puede existir en esa caliginosa brevedad o temporalidad que habita y perdura en la vida, sino que desde ahí, transforma los poemas en incendios y de aquellas pavesas estas antorchas, estos versos convertidos en imágenes de un tiempo concreto, ese tiempo que es la muerte, a la vez que canto a lo bello que existió en este hialino y fundante tránsito.
La oscuridad es un poemario que se abre, fulgente, con el bellísimo poema titulado Vestido para nadar, donde el niño que fue y que atesora casi todo su patrimonio en una cajita de galletas de manteca, navega las mañanas de domingo con su padre, de quien aprendió que “la muerte reina en lo que llamamos infinito” y que, ahora, le recuerda encendiendo uno de aquellos cigarrillos egipcios Abdella, mientras le ve adentrarse en la mar, con uno de sus impecables trajes, hasta desaparecer por siempre.
Allí, el poeta dialoga con Simbad el navegante o con Ulises, y medita acerca de las naranjas que se pudren en el plato que compró hace décadas en un mercado ibicenco, descubre las misteriosas cartas de amor escondidas por sus antepasados en un coqueto secreter, hasta que fueron engullidas por las olas, se interroga acerca de hacia qué mar mirarán los ojos de los muertos, busca, desesperadamente, el rostro de sus abuelos, rememora la última carta enviada a Rafael Pérez Estrada.
Juvenal Soto ha escrito un extraordinario libro, donde el elemento axial se sustenta en una abisal reflexión sobre el sentido de la muerte, como proceso natural de la existencia y como acto de liberación, más que de consumación o acabamiento. Un poemario casi panteísta, marcado por el mar y la naturaleza, que troca en luminosa meditación poética, cuyo ónfalos es el amor hacia la vida, tal y como ha dicho Olvido García Valdés: “Un poema es un lugar raro donde se guarda la vida”.
Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”, y es este recurso de la memoria el empleado por nuestro autor para mitigar el destino, y hacer posible el prodigio de devolverle a aquel niño que navegaba los domingos desde los Baños del Carmen al Peñón del Cuervo; prodigio que se materializa a la luz de la evocación, para hacer posible el milagro: “Escribo para que la muerte no tenga la última palabra” (Oddysséas Elýtis).