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LA CANCIÓN DEL SENDERO

se escuchan los ecos de Calderón (“Oh, inhóspito de mí”), Bécquer (“¡Qué solos y qué tristes y qué amargos los mortales!”), Rubén Darío (“¡Ay, cuánta juventud!”), Antonio Machado (“Todo es pasar, pasar”).

Por Manuel Gahete

Enrique Morón
La canción del sendero
Granada, Port Royal, 2018

Con acento nostálgico pero nunca rendido, Enrique Morón nos inmerge en una obra reflexiva sobre el ser y el destino del ser humano, la incertidumbre del futuro y la certeza de la extinción (“Es cuestión de esperar”). El sentir elegíaco fluye incontenible por las páginas de La canción del sendero, empapando los versos como pátina oscura, nielando las palabras de tristeza, acortando el espacio entre la huida infancia y el escondido cerco de la muerte, esa última letra con recargo que hemos de pagar. Heredero de las más acendradas tradiciones, en sus textos se escuchan los ecos de Calderón (“Oh, inhóspito de mí”), Bécquer (“¡Qué solos y qué tristes y qué amargos los mortales!”), Rubén Darío (“¡Ay, cuánta juventud!”), Antonio Machado (“Todo es pasar, pasar”). Tal vez para enajenarse del dolor de existir, Morón acude a la ironía, advirtiendo sin insidia sobre la fragilidad de los sentimientos y el versátil vaivén de los intereses, evidenciando la ambición de los humanos, las deslealtades de los mestureros, el cinismo de los hipócritas, las artimañas de los aduladores y el espejismo de los farsantes, al modo de las evocaciones que destilaron los nombres inmortales de nuestro cegador siglo de oro. Más que provocación es manifiesto, un modo de enfrentarse a esta cárcel, que no de amor, donde el alma cautiva yergue, a su pesar, un cuerpo maltratado. Desesperanzado pero aguerrido, Morón escudriña en la naturaleza humana llanamente, sin aspereza alguna, evidenciando la falacia de la libertad en cada uno de los imanes que, como el barro a los albatros, nos lastran cuando intentamos avanzar en el anfractuoso sendero: bancos, políticos, semáforos, extremistas, feministas, independentistas “y no hablemos de las nuevas tecnologías”. Coherente con su pensamiento, insta siempre a la osadía, a la rebeldía incluso, porque no queda otro remedio que vivir pero nunca embozado o maniatado. El último apartado de este libro, compuesto de cuatro secciones (“Sendero”, “Confidencias”, “Ecos de la ciudad” y “Metapoesía”), nos remite a la concluyente sentencia de Jean Cocteau: “Yo sé que la poesía es imprescindible pero no sé para qué”. Morón explicita: “No sé si somos los poetas / necesarios en este mundo amargo, / tan mezquino y vulgar”, arguyendo tal vez una réplica a la demanda del enfant terrible. Lo cierto es que Enrique Morón conoce el arduo esfuerzo de escribir aunque sigue preguntándose para qué sirven y a quienes van dirigidos los poemas que escribe todavía con el mismo entusiasmo que en su lejana juventud. Y su respuesta es clara, contundente: “La poesía es lo poco que queda en este mundo / que sea todavía / algo (…) algo que el verso da, que es esperanza”.