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EL VALOR DE LA VERDAD POÉTICA

Apostasía, de Antonio Díaz Mola, es un libro sin dobleces, por derecho, una declaración de intenciones poéticas tan respetuoso en lo formal como subversivo en su fondo.

Por Manuel Francisco Reina

Antonio Díaz Mola

Apostasía

Valencia, Pretextos, 2020.

Decía la maestra, Premio Nacional de las Letras, Francisca Aguirre de cierto poeta consagrado, cuyo nombre no citaré porque no soy un delator, que con sus poemas le pasaba “como con los tulipanes, que eran preciosos pero no olían a nada”. Esto, que no es más que una apreciación personal, que comparto, tiene que ver con si la poesía debe ser sólo forma, estética, o debe contener también una ética. Lo perfecto, según la preceptiva Horaciana sería aquello de “nulla aesthetica sine ethica”, “ninguna estética sin ética”, pero vivimos en tiempos de éticas y estéticas de pago. Entre tanto joven poeta que se acomoda a lo conveniente en sus propuestas, esa filosofía “GrouchoMarxista” de “estos son mis principios si no les gustan tengo otros”, es agradable encontrar un autor “no adscrito” a ninguna bandería poética o, como diría Valente “sin tendencia”, aunque me gusta menos por las posibles y equívocas malinterpretaciones. Apostasía, de Antonio Díaz Mola, es un libro sin dobleces, por derecho, una declaración de intenciones poéticas tan respetuoso en lo formal como subversivo en su fondo. Un primer libro que no lo parece, por el dominio del verso y de la tradición literaria, notándose su formación filológica, pero sin concesiones a lugares comunes ni verdades aceptadas por fe, códigos, tendencias literarias, ni por lo políticamente correcto. Un  poemario que se alzó, por unanimidad, con uno de los premios para jóvenes poetas más prestigiosos del panorama actual, sin padrinazgos,  con un jurado prestigioso y diverso en gustos y tendencias, y que provoca una desazón, una incomodidad en su lectura,  producida por reflejar en sus versos sus contradicciones, que son también las nuestras. La duda se convierte en método, allá donde los que profesan la fe ciega acaban en la sinrazón. “Todos los dioses siguen siendo iguales./No han cambiado, no es tiempo de tal cosa/y cuentan el sermón desde la cima” dice uno de sus poemas, conciencia de que el poder, no sólo el religioso, oprime y sermonea desde una altura que precisa adoradores.  No elude, sin embargo, la tentación de ser aceptado, como cuando escribe: “En algún rincón muy oscuro/yo he agachado la cabeza/frente a mi santo: (…) no quisiera ser polvo de figura/después de haber amado a las personas/que limpian ese polvo./Morir dos veces no”. Donde se afirma su voz es en la luz y la fe de la palabra, en la verdad poética: “mi fe está en el poema con oxígeno,/poder sentirme vivo/al levantar la vista de la página/y ver el mundo en los límites humanos”. Este es un poeta potente, contestatario, incluso contra sí mismo; libro con carácter y oficio que apuesta por el verso vivo, vivido, de agradecer entre tanto autor frío, de cuerpo presente.