Por Ana Herrera.
Weblog del tiempo.
Paloma Fernández Gomá.
Corona del Sur. Málaga, 2021.
Iris (2017) fue el primer libro que analicé de Paloma Fernández Gomá. El segundo fue Zéjeles de alborada (2019). El paso del tiempo -Tempus fugit- cargado de emociones y recuerdos de la vida cotidiana es una constante de su obra, así como el canto y el elogio de los lugares amados con sus gentes y elementos culturales. Weblog del tiempo escrito en versolibrismo es el diván del pasado donde descansa cuidadosamente la memoria.
El primer poema lleva un título significativo – “Niña-Mujer” – que nos retrotrae a la edad de la adolescencia, ese estado intermedio que se adentra paso a paso en la madurez. Etapa de libros y también de rebeldía, de días fríos al calor de la habitación, en que la voz lírica escuchaba el folk rock neoyorquino con el grupo The Mamas and the Papas, líder de los años 60, y se vestía al estilo de la diseñadora británica Mary Quant, creadora de la minifalda. Por las ventanas penetraba un agradable olor a hojaranzo. A veces escuchaba las anécdotas de otra mujer – su madre, su abuela o quizás alguien cercano a ella – enfundada ahora en el olor a tierra y acacias, aprendiendo a confiar en la palabra. Luego vendrían las malvas, la noche, el verano, el ruiseñor, las libélulas azules y la vieja charca vacía y despoblada, porque tras el esplendor primero solo queda un camino desolado. Así es como la autora crea un paralelismo entre el transcurrir de la vida natural y la esencia del alma deshabitada: “No hay nada más triste que el fracaso / […] / solo quedan las cenizas y los restos de lo que fue”. Junto a la charca como simbología del pasado se recrea la ciudad medieval “Con arcos y soportales abiertos a la mañana”, porque dentro del recuerdo aún anida la esperanza. Lo mismo ocurre con la antigua Al-Hadra – “la isla verde”, antigua ciudad de Al-Andalus que se corresponde con la actual Algeciras-, y con el Faro de Alejandría, una de las siete maravillas del mundo antiguo, uno de esos lugares que nos hacen soñar. El olor a amatista, el sabor del almíbar, la mirada hacia el paisaje y las cigüeñas, hacia los gorriones y sus nidos, hacia las cigarras, las reuniones familiares, y la emoción de sentirse libre desnudan la personalidad sensible de la poeta que magistralmente establece una comparación entre el vuelo de los pájaros y el sentimiento humano de la libertad: “Dejar que escriban su vida en el aire”. La lectura del poema “Ante el espejo” me ha recordado las palabras de Séneca cuando hablaba de su madre en la “Consolatio a Helvia” y decía que en ella todo lucia de manera natural y con dignidad, y es que Fernández Gomá también analiza este hecho desde la nobleza: “Desnudar el tiempo a tus pies / y permanecer ante él, es asumir la realidad, / sin más/”. En un segundo poema del mismo título expresa la autora sobre el espejo: “Tiene el poder de un retrato de eterna juventud / que se desvanece ante sí mismo”, como lo hicieron los personajes literarios de Dorian Gray y Fausto. El canto a la naturaleza que a todos los seres humanos nos envuelve, el amor por los espacios y personas de tu entorno, por las canciones y la ropa de un momento, por la historia clásica y el efecto de la sinestesia en olores, sabores y factores visuales se convierten en este poemario en cauce de empatía entre el sujeto poético y el lector, que se siente enormemente atraído por estos versos, que se deja llevar por la lectura como arrastrado por la corriente de un río, que palpita entre líneas como si de sus propios recuerdos se tratara. En este poder de comunicación, revestido de belleza léxica y metafórica, reside la grandeza de la poesía de Paloma Fernández Gomá. ¿Quién no se ha dejado llevar alguna vez por “Las cuatro estaciones de Vivaldi”? ¿Quién no ha arrancado ese vuelo hacia la eternidad? La voz poética lo ha hecho si duda en innumerables ocasiones. El mito de los ángeles, uno de los grandes tópicos de la literatura, es usado sabiamente en “El rito de la vida”, poema que descubre el proceso de la vida simbolizado en la época de la cosecha: “Ángeles descalzos trillan el silencio. / Nacen vínculos de trazos / y el fruto para engendrar la vida”. Los ángeles aparecen como espíritus libres, protectores e imperecederos. Es consciente el sujeto lírico de las dificultades del camino, reflejadas en la dualidad antagónica “Horas felices” / “Horas malas” ,estableciendo un nuevo paralelismo: “Copos de nieve” / “Hojas muertas”. Las primeras se desvanecen; las segundas son difíciles de olvidar. En realidad, la vida y sus tropiezos – la ceguera del inolvidable libro de Saramago -, es como una película que amamos, que guardamos, aunque no la volvamos a ver, porque la humanidad repite incesantemente sus errores: “Nunca llegamos a ver la película real de la vida / y nos empeñamos en variar el curso de los ríos”. Este viaje por el pasado de Fernández Gomá nos recuerda esa novela fantástica, una de las mejores de la literatura hispanoamericana del siglo XX, como es Los pasos perdidos del cubano Alejo Carpentier, que se cuenta entre mis favoritos. Y es que cada detalle de la poética de la autora nos conduce por un recorrido que ha quedado atrás atrapado en hermosos lugares, delicados objetos y deliciosos sabores, sin olvidar apenas nada (el monte, la playa, las olas, el mar, el cenador, los jardines, las alcobas, las ventanas, las puertas, los adoquines, los aleros, la fuente, la noria, el lagar, la vajilla, el café, las especias, la miel, la canela, el cilantro), en la naturaleza amada (la ruta de poniente, los arroyos, los olivos, los cipreses, las espigas, el lirio, la hierba, el agua, los jardines, el mirlo, las grullas, las hormigas, las abejas, el colirrojo, el viento, el frío, las heladas, las nubes, la lluvia) y en las horas más bellas del día (la tarde, el ocaso, la noche, la madrugada, el amanecer). Un elemento recurrente de su obra son las estaciones como símbolo del ciclo del tiempo, donde todo transcurre y donde todo se reinicia: “Las estaciones esperarán el momento de la iniciación / resucitando el ciclo del tiempo”, como en la eterna primavera machadiana. Por ello, podemos afirmar que sus poemas mantienen un punto de encuentro con la literatura clásica y universal, fruto de sus incontables lecturas y saber literario.
“Verano del 60” es un poema de recuerdos familiares en la playa de El Tarahal que, dentro de la corriente del Humanismo solidario, representa un alegato por la paz. Recordemos que la década de los 60 fue una época de graves enfrentamientos políticos entre naciones, tras la Segunda Guerra Mundial, de guerras y movimientos sociales, de protestas estudiantiles y juveniles con graves consecuencias. “¡Cuidado en alejarse! El fantasma de la pólvora aún vive en la orilla. / […] / o el esqueleto de lo que ocurrió más allá / de los 60. / Nunca más la metralla sobre la arena / ni el sonrojo de llamarse hombre”. Quizás se refiera la autora a los desastres ocurridos en este lugar, entre ellos la tragedia del Tarahal de 2014 y al mayor asalto fronterizo de inmigrantes de 2021.
Entre otros temas, la mirada hacia la mujer es cálida y llena de afecto y esta se presenta como madre y trabajadora, como un ser sensible, llena de vitalidad y abnegación y transmisora de la cultura vivida a través del poder de relatar : “Mujer para todo de iris violeta / […] / En su camino quedaron pasaportes por sellar”. También la mirada a la muerte, entre pulsos de amenaza y temor, es la toma de conciencia de la realidad efímera e ínfima del ser humano: “Somos un minúsculo corpúsculo en el universo. / Una estrella sin estrella que se precipita al vacío”. La apariencia es engañosa. La fuerza del destino es enérgica. La única llave para preservar el pasado es la memoria, que, entre todo lo analizado, aparece llena de ausencias. Un tenue erotismo se asoma en ocasiones a estas bellas páginas: “El hombre con olor a caricias te espera / al otro lado. / Es medianoche y el sabor a cántaro se ha ido vaciando entre los dedos”. Preciosos versos. El afectuoso interés de la voz poética hacia África, la cal, los zaguanes, las plazas y el Estrecho de Gibraltar reluce de nuevo en estas estrofas. “El collar de la Paloma” es un poema de admiración hacia la poesía amorosa de Ibn Hazm de Córdoba, uno de los poetas más representativos de la literatura arábigo-andaluza, quien fue preceptor de la última princesa Omeya, Walläda, también poeta y, sin duda, la mujer más célebre de su época. Su título es homónimo al del conocido libro. Es bien patente que este esmero por la cultura clásica que ahonda en nuestras raíces es otro punto de encuentro más entre Fernández Gomá y el lector.
Numerosas referencias a nuestra cultura y nuestra lengua madre se dejan ver a lo largo del texto. Así aparecen en el poema “De nonas e idus” (días claves del calendario romano), y en expresiones latinas varias como post mortem (después de la muerte), ipso facto (por el hecho mismo), Scripta manent (lo escrito queda). Y esa exploración de otros mundos inmersos en el ayer de la historia es posible gracias a los libros: “Ellos encienden las horas y trasladan el escenario”.
Guardemos este último, conmovedor y bellísimo mensaje de paz de Weblog del tiempo anidado en la naturaleza porque de ella proviene todo canto de armonía: “No a la codicia, no al odio, / en la arena las olas se rompen / y llegan acompañando el eco dormido de mar, / que habita en las caracolas”.
Felicidades a Albert Torés por el magnífico prólogo que le ha dedicado a este libro. Desde la sensibilidad, intelectualidad y minucioso estudio, sin duda, se trata de otra obra de arte. Y felicidades a la autora, Paloma Fernández Gomá, por esta conmovedora poética que enaltece los sentidos, que nos educa, alienta y emociona a la vez, por esta caricia fresca de verso que roza nuestras mejillas.